El desequilibrio entre pedir y agradecer acompaña al ser humano desde siempre. Pedimos porque el dolor nos apura, porque la necesidad tiene una voz que no sabe callar. Y, sin embargo, cuando la vida ofrece su luz más simple —un hijo que respira, una mañana sin sobresaltos, un cuerpo que no duele— solemos pasar de largo sin advertir que allí también hay un milagro.
Es extraño, pero aquello que se repite se vuelve invisible: la bendición pierde relieve por la costumbre, como si lo cotidiano no perteneciera también al territorio de lo sagrado. Quizás haya en nosotros una forma de ceguera, una miopía espiritual que nos impide advertir la magnitud de lo que recibimos.
No vemos el pulso secreto que sostiene cada día ni el hilo delicado que nos une a los otros.
Y entonces, cuando algo se quiebra o falta, acudimos a Dios con urgencia, como si recién en
la fractura recordáramos su nombre.
El pedir nace solo; el agradecer, en cambio, requiere
detenerse, mirar con hondura y reconocer que no somos dueños de casi nada.
La religión —toda religión verdadera— no fue dada para atormentar, sino para aliviar. El
cristianismo, en particular, se funda en la imagen de un Dios que se ofrece por amor y no
exige más que una apertura del corazón.
Sin embargo, a veces convertimos esa promesa en
una carga: nos aferramos al miedo, a la culpa, al cumplimiento rígido, y olvidamos que el
mensaje inicial era de alegría.
Si la fe pesa demasiado, es señal de que hemos perdido el centro. La espiritualidad debería
ser un hogar, no un castigo; un espacio de descanso, no una trama de exigencias que nos
separen de la vida.
Agradecer no borra el dolor ni reemplaza el pedido. Solo lo enmarca. Solo nos permite ver
que, aun en medio de la dificultad, hay algo que permanece: la respiración, la compañía, el
afecto, la posibilidad de empezar otra vez.
La gratitud no niega la herida, pero evita que la herida ocupe todo el paisaje. Es una forma
de recordar que el milagro sigue vivo, incluso cuando no lo nombramos.
Tal vez la felicidad espiritual consista en este gesto mínimo: reconocer, aunque sea por un
instante, que lo que tenemos ya es un regalo.
Y que ese reconocimiento, tan simple y tan
frágil, puede cambiar la manera en que pedimos, la forma en que vemos y el modo en que
vivimos.
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