La columna de Guillermo José Luis Bogani

 El hijo como milagro 

Hay palabras que, por uso, parecen gastadas. “Milagro” es una de ellas. Pero basta mirar a un hijo —mirarlo de verdad— para entender que la palabra sigue intacta, como recién acuñada. No hace falta recurrir a lo religioso: milagro, en su acepción más honda, es simplemente algo que excede cualquier explicación. Algo que no debería existir y sin embargo existe. Algo que se mira —miraculum, aquello que pide ser mirado— y en esa mirada se vuelve extraordinario.

Un hijo es eso: una vida que llega desde un fondo que no controlamos. No es un proyecto, no es una consecuencia, no es una decisión estrictamente racional. Es un acontecimiento. Una irrupción luminosa.

Y con cada aniversario —ese punto arbitrario, casi caprichoso que inventamos para ordenar el tiempo— se renueva el temblor. ¿Cómo puede ser que esa persona haya surgido de mí y al mismo tiempo no sea yo?

 Ahí aparece el misterio: ver a alguien que nació de uno, pero que no es uno.

 Alguien que nos continúa sin imitarnos, que lleva nuestra sangre pero no nuestro destino. 

Alguien que confirma que la vida quiere seguir, pero a su modo.

El asombro de un padre nunca se termina. No importa la edad del hijo: cada gesto es una forma nueva de aparición. La risa primera, el primer paso, el temblor adolescente, la independencia, el carácter propio que se impone, esa extraña combinación de rasgos heredados y rasgos que no vienen de ninguna parte conocida

La vida, en el hijo, se vuelve imprevisible. Y esa imprevisibilidad es lo que la hace milagrosa.

También hay algo profundamente conmovedor en la continuidad. La humanidad —esa cadena interminable de generaciones— no tiene una explicación evidente, pero sí un pulso: la vida parece empeñada en permanecer. Y uno se descubre parte de ese movimiento sin haberlo pedido, sin haberlo elegido, pero agradecido igual.

 Agradecido de que la vida haya confiado en uno para abrir una puerta más.

Agradecido de que, en un punto del tiempo, ocurriera la coincidencia exacta de células, circunstancias, decisiones, errores, azares y misterios que dieron lugar a ese hijo y no a otro.

 La paternidad es una forma de gratitud permanente. No siempre consciente. No siempre fácil. No siempre lineal. Pero profunda, indestructible

Hay un vínculo que no se rompe nunca.

 Ni con la distancia, ni con los desencuentros, ni con los años, ni con la muerte del padre. 

Porque el verdadero vínculo no es entre dos individuos: es entre dos vidas. 

Dos vidas unidas por un hecho tan improbable que roza lo imposible: haber coincidido en el mundo.

Ese es, al final, el milagro: que la vida insista en pasar a través nuestro, que confíe en nosotros para continuar, que nos regale a alguien que no pedimos, que no diseñamos, pero que se vuelve indispensable.

 Mirar a un hijo es, quizá, la forma más humana de mirar el misterio.


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