La columna de Guillermo Bogani

 I. La nueva fe

Hubo un tiempo en que las familias giraban alrededor de la mesa, no del saldo ni del confort. El pan se bendecía, no se calculaba. Hoy la liturgia cambió: el altar es la pantalla del celular, el incienso, el consumo, y el dios, la economía.

Como dijo James Carville en la campaña de Bill Clinton —respuesta que se volvió diagnóstico cultural—: “It’s the economy, stupid.” (“Es la economía, estúpido.”).

Pero ya no hablamos solo de economía monetaria. La billetera se volvió metáfora de la vida entera: implica dinero, sí, pero también comodidad, acceso, ventaja, ausencia de sacrificio. Billetera es poder de elegir sin esfuerzo, moverse sin culpa, desligarse del otro que no puede seguir el ritmo.

Y en este tiempo, el confort pesa más que la verdad. La moral se mide por el nivel de incomodidad que estamos dispuestos a soportar.

II. El reemplazo de los dioses

El dinero no necesita templos: su liturgia cotidiana está en la facilidad. La comodidad es la nueva gracia.

No promete la eternidad, pero ofrece el alivio de no luchar, de no renunciar.

Así, la billetera no sólo compra objetos: compra la exención del conflicto.

Evita tener que elegir entre justicia y bienestar, entre compromiso y descanso.

Las antiguas religiones hablaban de amor, sacrificio, perdón; esta nueva fe se predica en cuotas y se celebra con confort.

El problema no es el dinero, sino la idolatría de lo fácil. Cuando la comodidad se vuelve criterio ético, lo humano se licúa: los vínculos se hacen reversibles, la responsabilidad se vuelve opcional.

III. Billetera mata mamá (o papá)

La frase —popular, provocadora, certera— es radiografía de época.

En un mundo donde el poder adquisitivo y la comodidad dictan la jerarquía emocional, el dinero y el confort juntos matan no sólo al amor romántico, sino también a la autoridad afectiva.

Padres e hijos convertidos en consumidores, parejas en administradores de su bienestar, hogares en pequeñas corporaciones emocionales.

La billetera ya no se abre para compartir, sino para proteger el propio confort.

Y esa protección, disfrazada de autonomía, termina erosionando lo común.

Las relaciones se vuelven inversiones, las decisiones, cálculos. La elección afectiva pasa a ser una ecuación: ¿quién me da más ventajas, más calma, menos esfuerzo?

Billetera mata mamá, papá y, en silencio, también al nosotros.

IV. La familia posmoderna y el nuevo desapego

Las nuevas familias son más libres, pero también más frágiles.

El desapego se volvió norma, la autonomía, mandato.

Los hijos crecen en un mundo donde la estabilidad es sospechosa y el esfuerzo, un error de planificación.

El padre ya no encarna la ley, la madre ya no representa abrigo, y ambos temen perder autoridad frente a una cultura que exalta la comodidad como derecho.

No hay crisis de valores: hay fatiga moral. Ser justo, cuidar, escuchar, amar sin condiciones, resulta cansador.

El miedo de los padres a los hijos no es sólo miedo a la rebeldía: es miedo a no saber ofrecer un horizonte que compita con el confort inmediato.

V. De la libertad al descontrol

No se trata de volver a la obediencia, sino de recuperar el sentido de límite.

Cuando la libertad no reconoce su costo, deja de ser creación y se convierte en impulso.

No es libertinaje lo que vivimos, sino la entronización del capricho.

Nadie quiere frustrarse, nadie quiere cansarse, nadie quiere quedarse sin opción.

Y así, en nombre de la libertad, nos volvemos súbditos del deseo más fácil.

El hijo exige, el padre concede, y ambos quedan atrapados en el mismo laberinto: el del consumo emocional.

VI. El mercado de los afectos

En esta economía ampliada —no solo de dinero sino de energía, tiempo, atención— todo se negocia.

El amor se mide por disponibilidad, la amistad por respuesta inmediata, la ternura por rendimiento.

La billetera no sólo paga: organiza la escala de importancia de las personas.

Quien tiene más acceso, más visibilidad, más confort, ocupa el centro.

El resto orbita alrededor, esperando ser visto.

El dinero es apenas el signo visible de una desigualdad más profunda: la de las oportunidades simbólicas.

VII. Hacia una ética del afecto no rentable

Recuperar el sentido del vínculo no exige negar la economía, sino humanizarla.

Entender que la riqueza sin entrega empobrece, y que el bienestar sin esfuerzo es una forma elegante de vacío.

Hacer del tiempo compartido un bien de lujo, pero gratuito; del cuidado, una inversión sin interés.

Quizás el desafío no sea abolir la billetera, sino recordar lo que no cabe dentro de ella: la paciencia, la ternura, el respeto, el coraje.

VIII. Epílogo

Billetera mata mamá (o papá), pero no siempre gana.

Cada vez que alguien se queda acompañando a otro sin esperar retorno, cada vez que un padre escucha, que una madre perdona, que un amigo ayuda sin pedir nada, se quiebra el dogma del confort.

El desafío no es abolir la economía, sino fundar otra: una economía del alma, donde el único capital que valga sea el amor que no se vende.


Guillermo José Luis Bogani 


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