Hay imágenes que definen una época mejor que cualquier estadística. Entre ruinas, villas miseria y aldeas polvorientas de África y Asia, niños descalzos patean una pelota de trapo con una camiseta que lleva un número, el 10, y una sola palabra, Messi. Un hombre que nació pequeño, frágil, en Rosario, y que se transformó en mito global.
El fútbol, esa lengua universal que se habla con los pies, necesita apenas un terreno y algo que ruede. Por eso es el deporte de los pobres y de los ricos, de los refugiados y de los ejecutivos.
Pero lo de Messi trasciende la gramática del juego: su figura encarna un relato espiritual en un mundo donde los grandes templos se vacían y las multitudes buscan otros rituales.
Messi es la parábola viviente de la humildad y la perseverancia. No predicó con palabras, sino con su forma de jugar: silenciosa, persistente, hermosa. Cayó muchas veces —finales perdidas, críticas implacables— y, como en un evangelio profano, resucitó con la Copa del Mundo en las manos. Ese arco narrativo lo convierte en un arquetipo universal de redención.
Por eso millones de chicos que nada tienen se cubren con su camiseta. Y su nombre es un talismán, un escudo, una promesa. Vestirlo es vestirse con esperanza. En un planeta fragmentado, Messi se volvió el santo laico del deseo colectivo, capaz de unir en un mismo canto a la clase alta de Miami, a la clase media de Buenos Aires y a los olvidados de Kiev o de Gaza.
No es religión, pero tiene liturgia. No tiene altar, pero tiene devotos. No ofrece dogmas, pero ofrece consuelo. En un tiempo donde la fe en las instituciones tradicionales se erosiona, Messi devuelve una certeza simple: lo imposible todavía puede suceder.
Guillermo Bogani
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