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“La verdadera humildad tiene dos ojos. Con uno, reconocemos nuestra propia miseria, para no atribuirnos a nosotros mismos más que nuestra nada; con el otro, reconocemos nuestro deber de trabajar y que Dios lo es todo, refiriéndolo todo a Él: no a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria. Quien es verdaderamente humilde considera que todo lo bueno que hay en su cuerpo y en su alma se asemeja a los arroyos, cuya agua procede del mar y al final volverá al mar. Por eso, siempre está atento a devolver a Dios todo lo que ha recibido de Él y solo pide, ama y desea que su nombre sea glorificado en todo: santificado sea tu nombre”
La humildad del corazón, Fray Cayetano María de Bérgamo
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La soberbia, la desesperanza, la presunción y la pusilanimidad son todas tuertas, feas y malas novias. En cambio, la humildad, como resplandeciente virtud que es, destaca por su belleza y sus dos ojazos como dos soles. Dichoso será quien se despose con ella, porque, como enseña Santo Tomás, es el fundamento de las demás virtudes.
En su maravilloso tratado sobre la humildad, Fray Cayetano de Bérgamo nos explica cuáles son los dos ojos que tiene esta virtud: uno para mirar la grandeza de Dios y otro para mirar la propia pequeñez y los propios pecados. Ambas cosas son necesarias para tener la auténtica humildad y no desviarse hacia sucedáneos que desembocan en vicios de forma casi inmediata.
Si no miramos nuestros pecados y nuestra pequeñez, el demonio de la soberbia, que siempre está acechando, caerá sobre nosotros y nos dominará sin remedio. En vez de amar a los demás y buscar su bien, lo que buscaremos será ser superiores a ellos, juzgándolos y despreciándolos, haciéndonos incapaces de amar a nadie. Por ese camino, poco a poco, nos iremos creyendo dioses, según la antigua tentación de la serpiente: seréis como dioses.
Si no miramos la grandeza de Dios, en su misericordia y en su gloria, caeremos fácilmente en la desesperación y la pusilanimidad al ver únicamente nuestros pecados, nuestra debilidad y nuestra incapacidad. El diablo nos susurrará al oído: “no puedes salir de tus pecados, es imposible cambiar, no tienes solución, no hay salvación para ti”. Y, al no encontrar nada en nuestra naturaleza que pueda rebatir esa tentación, caeremos en ella.
El cura de Ars contaba que pidió una vez a Dios que le mostrara sus pecados y, cuando Dios le concedió lo que pedía, experimentó un horror tan grande por esos pecados que habría caído inmediatamente en la desesperación más absoluta si Dios no le hubiera mostrado al mismo tiempo su infinita misericordia. Las dos cosas eran necesarias.
La humildad es la verdad, como enseñaba santa Teresa. Para tener la verdad completa, sin embargo, necesitamos esos dos ojos, que nos permiten contemplar la verdad sobre Dios y la verdad sobre nosotros mismos. Entonces y solo entonces conoceremos la verdad y la verdad nos hará libres.
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