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Es difícil no preguntarse por qué los gobiernos modernos suelen ser más ateos que sus pueblos (y probablemente mucho más que sus pueblos, si realmente supiéramos lo que piensan y no solo lo que dicen). ¿Por qué tienen esa animadversión a la Iglesia que apenas pueden disimular? ¿Por qué el empeño en conculcar las normas más básicas de la ley natural, en llamar bien al mal y mal al bien, en promover absurdos y perversiones cada vez más disparatadas? ¿Y por qué esa aversión a la familia que muestran?
Hay muchas razones, claro, como corresponde a un fenómeno social tan amplio, pero la razón última ya la señaló el gran Fulton Sheen: la libido dominandi, el deseo de poder, que es una pasión poderosísima. Como es lógico, el deseo desordenado de poder ha existido más o menos desde Adán, pero, en particular desde que la sociedad es poscristiana, es irremediable que ese deseo se vaya haciendo irresistible y absoluto en sus gobernantes (públicos y de facto), porque ya no hay nada en ellos que lo frene. Por su propia naturaleza caída, el deseo de poder tiende a consumirles y a convertirse en un fin en sí mismo. No es extraño, además, que una corrupción cada vez más abierta vaya a menudo aparejada a ese proceso, como señaló Lord Acton.
En efecto, los Estados modernos y sus gobernantes han puesto todas sus energías en acabar con cualquier obstáculo para su poder. Pueden fingir que les importan los derechos, que les preocupan las libertades o la división de poderes, que desean la paz e incluso que son religiosos, pero obras son amores y no buenas razones: sus acciones les delatan, porque son acciones tendentes a crear un Estado absoluto que se meta en todo, que lo controle todo y que lo regule todo y a todos, hasta en los más pequeños detalles. Se diría que el mismo nombre de democracias liberales que tienen nuestros regímenes más característicos es irónico, porque sería muy difícil imaginar Estados más intervencionistas hasta en detalles minúsculos, más alejados de lo que quieren las personas normales, más ávidos de poder y más alérgicos a las libertades verdaderamente humanas.
Los gobernantes posmodernos no creen, pero nadie dice que sean sordos. Tienen buen oído y han escuchado la antigua promesa, susurrada y seductora: seréis como dioses. Más que ninguna otra cosa, quieren ser como dioses y, para ello, todo debe someterse bajo sus pies. El Estado, como parodia de Dios, debe ser omnipresente, todopoderoso, juez del bien y el mal y creador de la realidad misma.
Ese deseo de poder de los gobernantes se encuentra con dos grandes obstáculos: la Iglesia y la familia. No es una coincidencia que sean precisamente las dos instituciones que llevan siglos asediadas en una lucha a brazo partido, en la que van perdiendo terreno poco a poco pero inexorablemente. Se trata, en efecto, de las dos principales realidades que pueden reclamar una lealtad más inmediata y poderosa que la que une a los hombres a los poderes públicos y a las causas con las que distraen a los ingenuos.
Hay otros obstáculos, como las tradiciones, los cuerpos sociales intermedios, el sentido común, la existencia de una verdad objetiva o la ley moral, pero o bien son mucho más débiles o más abstractos. Por ello, cuando el omnipresente Estado les ha hecho la guerra, han ido cayendo uno tras otro. Nadie ignora que las únicas tradiciones lícitas en la actualidad son las de tipo meramente folclórico y las demás han sido o están siendo erradicadas a gran velocidad. Del mismo modo, basta tener ojos en la cara para descubrir que sindicatos, prensa y otras instituciones intermedias están completamente en manos del Estado y de los que manejan los hilos de este. Hace más de medio siglo que las poderosas fuerzas de la educación, el mundo académico y la propaganda constante de los medios se emplean para extirpar el sentido de la ley moral del corazón de los hombres, su sentido común e incluso la creencia básica en una verdad objetiva. El Estado venit, vidit et vicit.
Solo la Iglesia y la familia se mantienen en pie y han mostrado ser mucho más persistentes y difíciles de destruir de lo que pensaban los ideólogos. Es cierto que se tambalean y parecen estar en perpetua retirada, pero siguen ahí y los Estados posmodernos no pueden soportarlo, hasta el punto de que, hoy en día, nada les importa más que acabar con esos dos grandes enemigos. Nada. El resto de sus ocupaciones y esfuerzos son meras anécdotas en comparación con la necesidad de sojuzgar por fin a la familia humana y la familia de Dios.
¿Cómo explicar de otro modo que la sociedad moderna se empeñe en hacerle la guerra a la familia natural aun a costa de suicidarse poco a poco? Durante siglos ha intentado destruir directamente la familia mediante el divorcio, el aborto, los anticonceptivos, la fornicación generalizada y la pornografía. Al ver que eso no bastaba, en las últimas décadas ha comenzado a probar el método indirecto, disolviéndola en el “todo es familia”, de modo que nada lo sea. La guerra es sin cuartel: todo es bueno si lleva a menos familia y más Estado, a que los hijos desprecien a sus padres y a sus madres y sean, por fin, propiedad del Estado. En los casos más avanzados, o menos discretos, se observa que las mismas palabras de “familia”, “padre” o “madre” e incluso “mujer” y “hombre” repelen a los gobernantes posmodernos y les producen una furia incontenible.
En cuanto al segundo obstáculo, todas las religiones, en general, deben ser erradicadas o neutralizadas para que el Estado pueda dominar en solitario, porque no puede haber más que un dios. Sin embargo, a veces se diría que los ateos tienen más fe que muchos católicos, porque no hay duda de que saben que el verdadero enemigo para ellos es la Iglesia Católica. De alguna forma, al igual que los demonios frente a Dios, ven a la verdadera Iglesia y no pueden evitar temblar al contemplar algo inaudito. Las religiones no cristianas y las confesiones no católicas les resultan incómodas, ciertamente, pero a la postre no les resultan significativas. Incluso pueden aprovecharlas como herramientas para restar fuerza a la Iglesia, ya sea a través de la inmigración o como excusa de medidas que acaben con la presencia pública del catolicismo. Pero la Iglesia Católica, ah, con ella no puede haber paz más que fingida, porque, mientras exista, el Estado posmoderno y relativista nunca podrá ser dios. Écrasez l’infâme!
La Iglesia y la familia son aliadas naturales porque ambas proceden directamente de Dios y ambas constituyen un espacio de libertad verdadera frente a la tiranía estatal posmoderna. Por eso, desde al menos la Revolución Francesa, no ha habido auténtica paz entre ellas y el Estado, sino, a lo sumo, treguas temporales y localizadas. Lo cierto es que vivimos en tiempos interesantes, inmersos en una lucha sin cuartel entre titanes, apenas encubierta por ficciones políticas cada vez menos creíbles. Si esto no se entiende, entonces resulta imposible comprender nada de la sociedad actual, de las fuerzas que la zarandean y de la “extraña” forma de actuar de tantos gobernantes supuestamente democráticos.
Fuente Infocatólica
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