Adolfo Bioy Casares relata la tarde del fallecimiento de Jorge Luis Borges en Ginebra


«Después de almorzar en La Biela con Francis Korn, decidí ir hasta el kiosco de Ayacucho y Alvear para ver si tenía 'Un experimento con el tiempo'; quería un ejemplar de reserva.
Un individuo joven, con cara de pájaro, que después supe que era el autor de un estudió sobre las Eddad que me mandaron hace meses, me saludó y me dijo, como excusándose: "Hoy es un día especial". Cuando por segunda vez dijo esa frase, le pregunté "¿Por qué?". "Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra", fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino.
Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: «Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez». Pensé: «Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos.
Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales.
Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar».
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