A fines del siglo XIX, cuando la industrialización había creado condiciones laborales de casi esclavitud para los obreros, León XIII ofreció al mundo una guía para volver a un orden justo. El retorno a la tradición que significó la ‘Rerum Novarum’ y las lecturas sesgadas de este hito de la doctrina social de la Iglesia.
Las especulaciones discordantes sobre cómo será el pontificado de León XIV, en comparación con su predecesor, siguen a la orden del día. Casi de cada palabra o gesto quieren extraerse pistas, por lo que el nombre que adoptó no podía estar exento de tales conjeturas. Y el hecho de que el propio pontífice haya confirmado que eligió su nombre en honor al papa León XIII (1878-1903) y, específicamente, a su encíclica Rerum Novarum, reabrió el interés sobre este histórico documento, que fue escrito hace 134 años y es una piedra miliar de la doctrina social de la Iglesia.
Volver a él tiene sentido, entonces, porque el debate sobre el significado de esta encíclica, escrita en 1891, en el año decimocuarto del pontificado de León XIII, ha sido intenso con los años. Y los intentos de apropiación del texto, también.
Tantas son las deformaciones y lecturas interesadas que un reciente artículo se preguntaba: “¿Es Rerum Novarum un manifiesto socialista?” Un interrogante que resulta poco menos que desopilante, pero que alude a la primera recepción que tuvo el texto en ciertos sectores, y que en alguna medida no ha desaparecido por completo.
Claro que estos sectores omiten decir que el problema que viene a atender León XIII con esta encíclica es la situación de los obreros en el seno del propio capitalismo industrial. Una situación que había llegado a ser miserable y calamitosa, producto del aumento de la usura y la codicia, de “la acumulación de las riquezas en las manos de unos pocos y la pobreza de una inmensa mayoría”, y que había generado condiciones laborales que eran un yugo apenas más ligero que la esclavitud.
Fue, más bien, una respuesta de otra naturaleza. Y lo fue justamente por ser una respuesta católica: porque está animada de otro espíritu, sigue otra lógica y persigue otro objetivo.
El punto de partida del papa León, en la encíclica, es el proceso revolucionario que se había ido expandiendo durante todo ese siglo en la esfera política y cultural, y que ahora había llegado al campo práctico de las relaciones económicas. Ese debe ser considerado el verdadero origen de todo el descalabro.
La industrialización, la migración hacia las ciudades, los gravosos ritmos que imponía la producción en masa -que no tomaban en cuenta ya ni la edad ni el sexo de los trabajadores-, y los escasos salarios que se pagaban, habían creado condiciones de semiesclavitud para los obreros. Esos trabajadores, aislados e indefensos, atenazados por el hambre, estaban a merced de la dureza de corazón de los empresarios y a la “desenfrenada codicia de la competencia”. Como resultado de todo esto, un abismo separaba a las clases sociales.
Para el momento en que León XIII escribe su texto, se habían producido ya, incluso, protestas violentas, debidas en parte a la agitación de los socialistas y en parte a las propias condiciones inhumanas de trabajo. La llamada “cuestión social” estaba, por tanto, instalada, y la pregunta sobre cómo enfrentarla era apremiante.
Rerum Novarum fue escrita para dar una respuesta a esa cuestión social que se ajustara a la verdad y la justicia, y para refutar a los sofistas de la época. Es decir que la suya hay que entenderla como una corrección a dos bandas, hacia el capitalismo, por un lado, y hacia el marxismo, por el otro.
Una vez planteado el problema, es decir, las condiciones miserables de los obreros y sus causas, la primera batería de argumentos está, pues, dirigida a demostrar que la respuesta que tenía para ofrecer el socialismo era en realidad un nuevo veneno.
León XIII señala que atizar el odio y la lucha de los indigentes contra los ricos, como hacía el socialismo, era algo ajeno a la razón y a la verdad. Y lo mismo dice sobre la idea de acabar con la propiedad privada de los bienes: trasladar esos bienes a la comunidad y distribuirlos de manera igualitaria no solo es algo injusto, sino que perjudica a las propias clases obreras, afirma.
Frente a esto, León XIII explica por qué el derecho a la propiedad privada está en acuerdo con la ley y la naturaleza. "Si un hombre presta a otro su fuerza o habilidades, lo hace para recibir algo a cambio que sirva para satisfacer sus necesidades. Busca a cambio de su trabajo un derecho, completo y real, no solo a su remuneración, sino también a disponer de ella”, arguye. “Luego si reduciendo sus gastos, ahorra algo, e invierte el fruto de sus ahorros en una finca, con lo que puede asegurarse su manutención, esa finca no es otra cosa que el mismo salario revestido de otra cosa”, añade.
Esta idea de que el obrero debe tener posibilidades de acceder a la propiedad privada parece ser una parte central del remedio que viene a proponer el papa, aunque no ciertamente la única.
Una vez aclarado que el derecho a la propiedad es fundamental, el papa pasa a ocuparse de los protagonistas de la cuestión social. Porque el remedio que viene a presentar requiere del concierto de todas las partes y de la guía de la Iglesia, única que saca del Evangelio las enseñanzas de la virtud necesarias para resolver la crisis.
El recorrido argumental de León XIII es muy provechoso y merece ser leído. Baste aquí con decir que a cada uno tiene para decirle algo. A los empleadores, que deben respetar a cada hombre por su dignidad y valor, como cristiano, y que esto incluye respetar también el tiempo para sus obligaciones religiosas y otros deberes. Un punto que no entrará nunca en el campo visual de quienes intentan apropiarse de la encíclica.
Les advierte, además, que no deben exigir al trabajador más allá de su fuerza o capacidad, que deben pagar un salario justo que permita cubrir una vida digna para una familia y que defraudar a alguien con la paga es un grave crimen.
También les deja una durísima advertencia sobre la obligación que tienen de obrar con caridad fraterna.
Pero a los trabajadores también tiene algo para decirles, y llegados a este punto sorprende la valentía con que el papa se expresa. Porque no se contenta con decir que estos tienen derecho a descansar, y a gozar de tiempo suficiente para rendir culto a Dios los domingos y fiestas, sino que también les recuerda los límites de sus derechos y los deberes de justicia que también pesan sobre ellos, como cumplir lo acordado libremente, ser modestos, abstenerse de la violencia para sus reclamos. También a ellos los llama a la virtud: a evitar el exceso de ambición y a contentarse con un atuendo y una mesa frugal.
Se puede ver, a partir de este resumen, cómo la enseñanza de la Iglesia sobre la justicia y la caridad tienden a cerrar las grietas de la sociedad.
En esencia, lo que señala es que los gobernantes deben defender por igual a todas las clases sociales, observando siempre la “justicia llamada distributiva”. Conviene retener este concepto, que tuvo con los años un desarrollo posterior.
En la última parte de la encíclica, el pontífice vuelve su mirada sobre el positivo efecto que las asociaciones de diferente clase pueden tener en el alivio del sufrimiento y en cerrar también esa grieta entre clases, lo que incluye las fundaciones benéficas y los sindicatos. Sin embargo, condena ese tipo de asociaciones que son hostiles al cristianismo, urgiendo a los cristianos a formar sus propias asociaciones que velen por su bien espiritual y material.
La otra fuente de la que se nutrió León XIII fue la reflexión de un puñado de obispos, entre ellos el alemán Wilhem Emmanuel von Ketteler y el cardenal inglés Henry Manning, arzobispo de Westminster, que estaba muy en contacto con obreros que trabajaban en minas, en los puertos o fábricas, muchos de ellos católicos. León XIII se mostró muy receptivo a las opiniones de Manning, quien a su vez tenía un gran influjo sobre Hilaire Belloc y, por extensión, sobre Gilbert K. Chesterton.
En cuanto fue publicada, la encíclica tuvo un efecto profundo en la Iglesia católica. A diferencia de otras encíclicas, sobre tópicos más abstractos, ésta tocaba un asunto bien concreto con el que todos se sentían identificados, lo que se tradujo en una gran expectativa y atención cuando aterrizó en la calle.
El papa León XIII había reconocido cuál era la solución al problema que se planteaba a los obreros, que hasta entonces sólo podían quedar entregados a los grandes propietarios de fábricas o al gran Estado. Esa solución era que más obreros pudieran convertirse en propietarios. Es decir, que la propiedad privada estuviera más distribuida.
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